PRÓLOGO
No estaba segura si habían pasado nueve o diez días desde que
la habían secuestrado. En algún momento había perdido la cuenta. La
correa que mantenía sus manos ligadas delante era áspera y dañaba sus
muñecas, pero al menos le habían quitado la mordaza y ya no se sofocaba.
Una de las noches el guarda abrió la puerta y empujó a una chica
adentro. Ésta miró desesperada la pequeña estancia del sótano. En la luz
de las antorchas, su rostro pálido parecía descompuesto por el miedo.
Recitaba, en diferentes tonos y tartamudeando, palabras seguidas que
parecían ser una oración.
La romana sintió cómo sus mejillas ardían y cómo su pecho presaba, cortándole la respiración.
–¡Te ordeno que te calles! –gritó ella histéricamente– Tu latín es
horrible y tu plática me está volviendo loca –en estado de shock, la
recién llegada, la miró con ojos temerosos.
Ella presionó su frente contra la fría piedra hasta que sintió que su
respiración se regulaba. Consiguió dormirse, pero botó asustada por los
ruidos ahogados y entendió que la otra chica palpaba las paredes.
Estaba haciendo lo que ella hizo los tres primeros días. Buscaba una
salida. Después la oyó llorar. Un llanto suave, de autoayuda,
susurrante, sin molestar.
El segundo día miró sin odio a su nueva amiga de apresamiento. Decidió hablarle en griego.
–Era una niña cuando, después de varias disputas, mis padres se
divorciaron. Recuerdo haberle preguntado a mi padre si lamentaba haber
conocido a mi madre. ¿Sabes lo que me contestó? Que sí, que se
arrepentía de que los dioses les hubieran hecho encontrarse. Esta
respuesta para mí fue dolorosa y humillante. De alguna manera, a lo
mejor inconscientemente, se afligía que yo existiera –calló un tiempo,
pensativa–. Pero yo sigo queriéndole mucho, sé que lo que dijo entonces
fue una tontería. Uno de estos días aparecerá y castigará a estos
bárbaros. A lo mejor hoy mismo.
La otra se volteó en su cama, de cara hacia ella y con los ojos rojos e hinchados de llorar, sonrió tristemente.
Se llamaba Caroun y pretendía que su padre era un comerciante próspero de Bitinia[1], propietario de varios buques comerciales en Sinope[2].
El agua y la comida los traía un guarda con un aspecto salvaje, al
cual llamaron secretamente Diente, porque en la parte de arriba de su
boca tenía un diente prominente montado encima de otro. No parecía
tonto. Sólo era un esclavo como cualquier otro.
Los días pasaban con dificultad pero Caroun era buena contando
historias y sabía más sobre la vida. La armenia tenía más de dieciséis
años, mientras que ella hacía poco que había cumplido los quince.
Habían pasado tres semanas desde que estaba aprisionada, cuando la
puerta se volvió a abrir y Diente entró acompañado de dos hombres. Uno
de ellos tenía pinta de bravucón seboso con aspecto feroz. El otro,
bajito, con una mirada con brillos extraños, llevaba un manto con
capucha de sacerdote y parecía ser el jefe. Él se quedó apoyado en el
marco de la puerta y la indicó señalándola con la barbilla.
Diente sujetaba un recipiente con aceite hirviendo del cual salía
vapor. Lo dejó cerca de la puerta y se acercó a ella. Por la otra parte
se acercaba el Seboso. Ella, llena de miedo, temblando y con lágrimas en
los ojos intentaba escabullirse caminando de espaldas hasta topar con
la pared.
–Dejadme tranquila. ¡Iros! –pero Diente la cogió inmovilizándola por detrás.
Caroun saltó para ayudarla, pero el bravucón la empujó de manera
brutal y la armenia chocó con la pared y cayó, incapaz de levantarse. El
Seboso apresó su brazo izquierdo, la atrajo hacía él y le colocó la
mano abierta sobre la mesa. Ella, llorando, les rogaba que la dejaran en
paz, les miraba con ojos asustados preguntándose qué le iban a hacer,
llamando a su padre y a todos los dioses que le llegaban a la mente para
que la socorran. El Seboso sacó un cuchillo que tenía atado a la
cintura y colocó el filo sobre el dedo pequeño de la mano. Ella,
horrorizada, trató de tirar, empujar, de resistir, pero el agarre era
como el hierro. El Seboso apretó bruscamente y el cuchillo entró
profundamente en la mesa, traspasando su dedo. Ella sintió un dolor
afilado hasta el cerebro y gritó tanto como pudo. Sus rodillas
flanquearon. Una corriente de sangre fluyó del tronco del dedo
permanecido. Seboso cogió el trozo de dedo cortado, lo miró con una
sonrisa grotesca y se lo entregó al sacerdote, que lo envolvió en un
trapo. Su grito se transformó en un aullido inhumano cuando Diente
colocó el recipiente sobre la mesa. Con un movimiento seguro, el Seboso
mantuvo su mano con los otros dedos juntos y guió el muñón ensangrentado
hasta dentro del aceite caliente. El dolor fue tan intenso que se
desmayó en el momento.
Cuando recuperó la conciencia estaba estirada en la cama y su mano
estaba envuelta en trapos manchados por la sangre. Durante varias
semanas el dolor la acompañó siempre. Después de un tiempo ya no
necesitaba llevar el vendaje, el muñón había cicatrizado. Un trozo de
carne horrenda de color rosa con negro cubría la herida. Un día volvió a
pasar. Era una mañana y Caroun estaba trenzando su pelo cuando la
puerta se abrió y Seboso entró con el recipiente de aceite del cual
salía vapor. Detrás de él, Diente le explicaba algo al sacerdote que
tenía un trapo en la mano. Cuando ella les vio se asustó tanto que
chilló. Del miedo se orinó encima y oyó como la corriente caliente
bajaba por su pierna hasta formar un charco en el suelo. Después sintió
una oleada de calor en el pecho y se desmayó. Le cortaron el dedo
pequeño de la mano derecha. Día tras día lloraba y gritaba. Dormía de
vez en cuando, pero sus sueños se convertían en pesadillas. Sentía un
terror tan fuerte que no se podía controlar. Después lo decidió.
Necesitaba escapar. Necesitaba hacer cualquier cosa para escapar.
[2]Sinope – Ciudad del Imperio Romano con salida al Mar Negro. Actualmente situada en Turquía.
PARTE I
Roma, Octubre 116 d.C.
El centurión pretoriano[1] Cayo Messara apoyaba el hombro en la columna derecha de la entrada.
Messara parecía negligente y descuidado, pero con la mirada ágil y
entrenada vigilaba a cualquiera que se encontrara en contacto con la
Augusta Matidia.
Justo en ese momento tenía lugar un espectáculo violento muy apreciado por los huéspedes. Dos secutores[2] luchaban mortalmente, alrededor del sumidero de agua de lluvia del centro del gigantesco atrio[3].
Al menos sesenta espectadores se habían juntado en un círculo en varias filas alrededor de los luchadores.
La Augusta Matidia, situada en la primera fila, dejaba entrever en su rostro la emoción por cada golpe de gladio[4] que lanzaban los gladiadores.
El centurión estaba atento, ya que en aquella agitación ella estaba expuesta al peligro de un accidente imposible de controlar.
Su frente se relajó de forma notable cuando vio al tribuno[5] Decrio, su jefe, que había conseguido hacerse hueco entre los espectadores y colocarse a medio paso[6] de la distinguida señora.
Giró la cabeza y miró hacia su compañero, el centurión Fabio, colocado a diez pies[7],
al lado de la columna de la izquierda de la entrada. Éste captó su
mirada y parpadeó tranquilizador, como señal de que él también había
visto al tribuno.
Messara era bastante alto para ser un romano, pero desde el sitio en
el que estaba, por culpa de la agitación, por encima de las cabezas,
solamente conseguía ver como un gladio que describía media
circunferencia en el aire, seguido por el sonido de un golpe. Cuando uno
de los gladiadores[8]
atacaba con fuerza, obligaba al otro a retroceder algunos pasos. Gladio
contra gladio, escudo contra escudo, con los músculos en máxima
tensión, llenos de sudor mezclado con sangre, se gritaban salvajemente
el uno al otro y se golpeaban brutalmente con odio. Cada golpe estaba
seguido por un murmullo apreciativo por parte del público. Los
gladiadores ofrecían un espectáculo grandioso. Luchaban estrepitosamente
y se perseguían el uno al otro en un continuo movimiento. El
restringido círculo de espectadores que les rodeaba se movía al unísono
con los luchadores. Se enflaquecía en una parte, hacía un bucle y se
engrosaba en la otra.
La lucha llevaba ya un tiempo y el centurión apreció por los jadeos
de esfuerzo de los combatientes, que uno de ellos iba a cometer algún
error y la lucha se aproximaría a su fin. De repente arrancó una oleada
de abucheos y silbidos, después palabras de ánimo seguidas por vítores.
Se oyó un golpeteo violento de hierro contra hierro, de golpes,
finalizados con un grito de dolor. Los aplausos y los chillidos
ensordecedores arrancaron frenéticamente. La lucha se finalizó a favor
del favorito.
El círculo de espectadores se dispersó y los invitados formaron
grupos aleatorios alrededor de las mesas, charlando sobre distintos
temas. El gladiador ganador, suspirando aliviado, se sacaba el protector
del brazo derecho mientras escuchaba a su dueño, un lanista[9]
viejo, que le elogiaba. Otros dos gladiadores, con las miradas bajadas,
arrastraban, cada uno de una pierna, el cuerpo del secutor herido en la
lucha. Messara giró la cabeza y no miró la cara del herido para no
retenerla. Éste, con la barriga abierta, con los vientres
ensangrentados, soltaba unos gemidos aterradores. Cuando bajaron los
seis escalones de la salida lateral, su cabeza, protegida por un casco
de legionario[10] romano del período de la república, crujió en cada piedra y el gemido se detuvo.
De todos los lugares se oían risas y alegría. Cuatro esclavos con
cubos y trapos limpiaban las huellas de la lucha y lavaban la sangre del
suelo con agua y vinagre.
El senador Nepos[11],
relajado, respondía a las preguntas de los otros senadores o personas
importantes presentes en su fiesta de vuelta a casa, mientras saboreaba
elegantemente un poco de vino Falerno[12] de una copa de oro. La mayoría de las preguntas estaban relacionadas con el Cuartel General de Trajano[13] en Antioquía[14], con las últimas movidas de legiones[15] dirigidas por el emperador y sus planes de vuelta a Roma, donde llevaba tres años sin venir.
Al centurión Messara no le gustaba la política. La consideraba
aburrida, pero amaba la vida militar con todo lo que ella conlleva.
El tribuno Decrio se abrió paso entre multitud en la parte derecha de
Messara. Vio a éste apoyado y los ojos le brillaron llenos de
reproches. El centurión tragó en seco, se despegó de la columna de
mármol, dejando el apoyo en una pierna y luego en la otra, balanceándose
levemente. Decrio le ignoró intencionadamente, hizo algunos pasos más y
se detuvo en la otra columna donde intercambió algunas palabras
susurradas con el centurión Fabio para después marcharse de nuevo.
Messara le siguió de reojo hasta que desapareció en la multitud. «¡Vete al demonio!»
Decrio, como militar, era apreciado. En la vida privada estaba en una
continua búsqueda y captura de un buen partido y no se diferenciaba
mucho de los otros funcionarios de orden ecuestre[16]
que buscaban por cualquier medio enriquecerse. No le caía bien Messara,
pero tampoco le hacía la vida difícil. El oficial inferior relacionaba
el sentimiento de envidia del tribuno con la suerte que tuvo al casarse.
En diciembre, en los Saturnales[17], Cayo Messara finalizaba el estado de centurión e iba a ser avanzado a tribuno. Eso les haría iguales en rango.
Messara examinó la multitud, buscando. Sestia, una siciliana exótica
al borde de la madurez, reconocida por su vida llena de aventuras
amorosas, localizó su mirada y le sonrió de forma prometedora al
centurión. Messara la evitaba a propósito, como siempre, y ella,
decepcionada, volvió con su marido, el senador Pollio, de ochenta y un
años, que estaba en una discusión con otro senador.
Sestia era la amiga de la infancia de Sabina[18], la hija de la Augusta Matidia. Sabina había seguido a su marido Adriano[19]
en la guerra contra los partos. Éste pertenecía al Estado Mayor del
emperador Trajano y desde hacía un tiempo vivían en Antioquía, Siria.
En un rincón, entre dos amigas, vio a Antonia Metelli, su mujer.
Orgulloso, notó que era la más brillante de la fiesta. La estola[20]
beige con marco marrón le quedaba espectacular y evidenciaba el
hinchazón de la barriga embarazada de cinco meses. Era fantástica.
Messara agradeció en su mente otra vez a los dioses por la suerte de
tener semejante mujer. Llena de caprichos e infantil, con gestos
aristocráticos, no se retenía en ser generosa y protectora con los
esclavos o los perros de la calle. La quería mucho y sabía que ella
también a él.
No podía dejar de mirarla. «Es tan maravillosa.» Siguió con
la mirada cómo ella les contaba algo a sus amigas, de buen amor. Tenía
en la cara un brillo agradable, típico de las mujeres embarazadas.
Una esclava puso en su mesa una bandeja con frutas, interrumpiendo la
discusión y en ese momento, Antonia notó la persistente mirada de
alguien en la parte izquierda. Giró la cabeza y vio que él la observaba.
Los ojos se le llenaron de amor y, por un impulso juvenil, le saco la
punta de la lengua, luego despacio, con erotismo, se mordió el labio
inferior, sonriéndole llena de promesas e intensificando su mirada.
Messara se aterró de su gesto y el coraje que tuvo para haberlo hecho
en semejante sitio, pero se tranquilizó esperando que nadie hubiera
notado su juego. Sus amigas hablaban entre ellas. Él endulzó el ceño
fruncido y le envió media sonrisa. Ella hizo muecas juveniles, carotas y
luego echó una risa cristalina. Él le sonrió de vuelta. «Qué traviesa es.»
Incluso cuando ella se giró hacia una de sus amigas para contestarle a una pregunta, siguió mirándola durante un largo rato.
Un esclavo tiró hierbas aromáticas en los cuencos con fuego, haciendo
que un humo negro dulzón se levantase por el cielo lleno de estrellas,
saliendo por el espacio del techo.
Cuatro actores, acompañados por un flautista, esperaban en un rincón,
impacientes, la señal de abertura de la representación. Los huéspedes
dieron vueltas por todo el atrio formando, siempre, grupos pequeños.
Luego dejaron a los actores que empezaran su espectáculo.
El centurión no prestaba atención al acto. Sus ojos estaban apuntando
hacia la Augusta, que se encaminaba hacia otra mesa. El actor mayor de
edad, el jefe del grupo, recitaba con afán un poema, ayudado a veces por
un joven imberbe con flauta, cuando Salonina Matidia se instaló a dos
pasos del intérprete. Su rostro mostraba inquietud y de repente en la
parte trasera del atrio se oyeron fuertes murmullos que luego se
transformaron en pequeños gritos ahogados, que hicieron interrumpir la
representación.
Messara no sabía lo que había pasado. Era la zona de la sala menos
iluminada y como siete u ocho personas habían formado un círculo. Vio al
Tribuno Decrio y el centurión Messara se alertó. Augusta se dirigió
junto a otras señoras y los senadores Nepos, Pollio y otros, a ver qué
pasaba. De forma pausada la gente empezó a juntarse detrás del colector.
Los grititos cesaron y se transformaron en un rumor general. El
centurión tenía un presentimiento extraño, pero no podía explicar el
porqué. El ojo derecho empezó a latirle. Se giró y miró inquisitivamente
hacia Fabio, pero éste levanto ignorante los hombros. Luego un esclavo
se despegó de la multitud y se dirigió hacia él parándose delante.
–¿Podéis venir, señor?
–¿Yo? ¿Qué ha pasado? –le preguntó al esclavo, ofreciéndole una
mirada penetrante, mientras que su mano izquierda, como un tornillo de
apriete, le agarró el músculo del brazo delgado. Éste miró los dedos que
le destrozaban la carne tierna, gimió indefenso y se retorció de dolor.
Messara miró por encima de él y le empujó a un lado. Puso la mano en
la manija del gladio de la cintura y, con pasos cautelosos, dio la
vuelta al colector de agua, después vio como el grupo de huéspedes se
separaba en dos partes, dejando espacio para que él pudiera pasar. Su
mente buscaba ágilmente. Todos le miraban con inquietud. En primer lugar
observó el soporte de una lucerna[21]
volcada, con las luces apagadas y el aceite juntado en varias manchas
brillantes encima de un mosaico que representaba la lucha de unos
pescadores con un monstruo marino. Después, en la sombra, distinguió un
cuerpo acostado en el suelo, escondido detrás de un hombre viejo,
agachado, que agarraba en la mano derecha una copa. Según las sandalias
la persona que estaba en el suelo detrás del anciano parecía una mujer.
Inmediatamente reconoció la estola beige con marco marrón. Enloquecido,
se agacho y tiró del hombro al hombre que le impedía pasar, tirándolo
hacia un lado.
–¡Antonia! –grito él.
Su mujer parecía dormida. Su rostro mostraba dolor y en la estola que
llevaba encima había huellas de un vomito mezclado con sangre. La palla[22]
que le cubría el pelo y los hombros estaba desabrochada y torcida de
manera extraña. Una de las manos estaba entumecida, con forma de garra,
con los dedos hacia arriba, y la otra la tenía encima de la barriga,
como si intentara proteger su embarazo.
–¡Antonia! –gritó él otra vez–¡Reacciona! –en su voz se sentía
pánico. Agarró su cabeza y la sacudió, pero ella no daba ninguna señal
de lucidez.
Se puso de rodillas y la levanto por la cadera, con la cabeza en sus
brazos. Miró a la gente de su alrededor, pero no veía los rostros.
–¿Qué ha pasado?
Nadie dijo nada. Luego, el anfitrión, el senador Nepos habló:
–No sé lo que ha pasado, centurión, pero si su mujer no está muerta,
debería dejar al médico que interrumpiste que se encargue de ella.
Messara le escuchó y luego giró la cabeza y vio al hombre al que había empujado mirándole fijamente con temor.
–No sé exactamente qué le sucede a la señora, señor –él tartamudeó–. Es posible que no siga con vida.
Messara le miro desconcentrado, confuso, luego, cuando comprendió el
significado de las palabras del médico, la fuerza de su mirada se
intensifico y le gritó con voz ronca:
–¿Qué demonios dices? ¡No puede estar muerta!
De repente sacó el pugio[23]
con lámina ancha de la cintura y lo acercó a los labios de su mujer. Un
silencio sepulcral reinaba en todo el atrio y cuando un esclavo que se
ocupaba de la limpieza tiró una copa al suelo, toda la sala se giró
hacia él con desagrado.
Con los cuellos extendidos y los ojos agrandados miraban con interés la escena que ocurría a sus pies.
Después de varios segundos de tensión, en la hoja de metal se posó un leve vapor y todos los presentes respiraron aliviados.
Messara, ligeramente emocionado, se giró hacia el doctor:
–¡Vive! Haz algo para que se recupere.
El médico, asustado, rechazó vehemente con la cabeza.
–¡Esperad! –dijo la Augusta Matidia– Mi médico es el mejor de Roma. Está en la cocina, llamadle.
Dos minutos más tarde, un hombre completamente calvo, serio y
distinguido, vestido con una capa cara, pero que indicaba que era
médico, apareció de la multitud. En la mano derecha agarraba una cajita
que colocó en el suelo. Se inclinó, miró el rostro de la enferma, luego
pilló delicadamente la carótida[24] entre el pulgar y el índice de la mano izquierda unos instantes.
El centurión la dejó en el suelo y vio al doctor como abría la
cajita, sacó un cuenco de arcilla y le quitó la tapa, luego lo acercó
despacio a la nariz de la mujer. Un olor fuerte y acre se dispersó a su
alrededor y los huéspedes se taparon con las manos, la boca y la nariz.
Poco a poco las mejillas de la enferma cogieron un poco de color,
luego movió la cabeza de un lado a otro. Los glóbulos oculares empezaron
a moverse de forma caótica debajo de los parpados y luego abrió los
ojos y la boca, gimiendo.
El médico posó la mano en la barriga y la acarició. Ella empezó a
temblar y toser levemente, luego la tos se volvió violenta y el temblor
se transformó en espasmos.
Messara agarró las manos de ella mientras el médico le limpiaba la frente con un trozo de tela de algodón.
Después de algunos instantes la enferma se tranquilizó.
–Llevadla a una habitación y dejadla con el médico –dijo el anfitrión–. La fiesta continúa.
–¿Qué opina el médico? –preguntó la Augusta.
–Si me permitís –dijo el médico–, el estado de la señora es muy
grave. No sé exactamente qué le pasa, parece ser que ha comido o bebido
algo que le ha sentado muy mal. Puede morir, ella o el bebé. O los dos.
Necesita urgentemente atención y reposo en la cama, el máximo tiempo
posible. Yo recomiendo que sea llevada ahora directamente a casa y que
sea supervisada con rigor. Voy a apuntar una lista con las hierbas que
podrá necesitar.
La Augusta Matidia habló en silencio con otras señoras y luego dijo:
–Subidla en su litera[25] junto a mi médico a su lado, para que sea supervisada todo el camino y llevadla a casa.
Detrás se oyeron algunas voces.
–¿Qué sucede? –preguntó ella.
–La litera es pequeña, solamente tiene una silla –dijo alguien.
–Entonces que se lleve mi litera. Sentadla acostada y con el médico a
su lado. Éste joven centurión con un grupo de pretorianos serán los
guardias del convoy.
–Si me permitís, señora –dijo el tribuno Decrio–. El centurión
Messara tiene como misión la protección de su persona. Podría
remplazarlo, como guardia, con un optio de la centuria de fuera.
–Es su marido. Creo que es más apropiado que él la acompañe. Y cuando lleguen ya se podrá quedar con ella.
–Por supuesto señora, según ordene.
Decrio inclinó la cabeza con respeto, se giró y le lanzó una mirada llena de desprecio a Messara, mal disimulada.
En las baldosas de piedra de la calle resonaba el choque de los
clavos que guarnecían las suelas del calzado militar. Como un eco
ahogado se oían los pies restregados de los esclavos que cargaban la
litera.
Una jauría de perros cruzaba la calle por delante del grupo. Uno de
los esclavos portadores de antorcha que iban por delante golpeó con el
pie en las costillas de un perro callejero esquelético. Este cayó por la
fuerza del impacto, luego se levantó gimiendo y se alejó dando saltitos
incoherentes, uniéndose otra vez a la jauría y al bullicio que hacían.
El médico apartó una esquina de cortina y de la oscuridad de la litera hizo una señal con la mano hacia Messara y susurró:
–Centurión.
Messara se giró hacia él mientras seguía caminando.
–¿Se ha recuperado?
Con la mano izquierda apartó la cortina y con el rostro lleno de
preocupación miró hacia dentro. En la penumbra, con la cabeza apoyada en
el alto cojín, su mujer le miraba.
–Crucifica al indigno que golpeó a aquel perro, Cayo –dijo ella y le mostró una sonrisa forzada.
Messara también le sonrió, pero lleno de intranquilidad. Extendió la
mano y acarició su frente ardiente y vio como la mano de ella buscaba la
suya y se la agarró de forma protectora.
–Me has espantado horriblemente, Antonia.
Messara levantó la cabeza y captó la mirada del doctor avisando que debería dejarla descansar.
De frente venía un destacamento[26]
de treinta pretorianos cabalgando en dos filas. Al ver la litera con el
emblema de la casa imperial, pasaron a una sola fila y pararon. A orden
de un oficial presentaron los honores. Messara reconoció al decurión[27]
Valens y le respondió al saludo. Después de que los pretorianos a
caballo desaparecieran en la noche y el eco de las herraduras sonara
cada vez más débil, aumentaron la velocidad en la cadencia militar y las
correas de cuero ornamentales del cinturón resonaron al chocarse una
contra la otra.
Messara vio la figura del doctor y colocó un dedo sobre los labios de Antonia.
–Descansa, pronto llegaremos.
–Quiero decirte algo.
Debajo del fino edredón Messara pudo apreciar como el pecho de ella
daba brincos, luego puso su cabeza hacia atrás y volvió a vomitar. El
doctor se acercó rápidamente con un trapo.
Las convulsiones se intensificaron y Messara apoyó todo su peso en su
mano izquierda intentando mantener la cabeza de ella alta para que no
se ahogara. Las correas crujieron y los esclavos gimieron del esfuerzo.
–¡Parad! –Gritó Messara.
Un esclavo iluminó con una antorcha y el doctor, sudoroso, se agitó intentando parecer útil.
Después de que la conmoción hubiera pasado y los espasmos disminuyeran, el convoy continuó su camino.
Atravesaron una calle pequeña llena de basura, luego pasaron la
esquina y entraron en la calle del Antiguo Molino. Antonia empezó a
toser ligeramente y Messara aceleró el ritmo de las zancadas. Los
esclavos aumentaron la cadencia también, jadeando. Superaron el grupo de
estatuas de delante del teatro Marcelo[28] y la calle se estrechó. Un edificio público construido en tiempo de Vespasiano[29],
rodeado de muros altos, estrechaba mucho el camino hasta el final. Al
menos a cincuenta pies antes de entrar en la calle de los Almacenes, una
sucesión de carruajes cargados con piedras estaban parados. La escolta
de la litera se detuvo. Messara a se abrió paso entre sus propios
hombres y llegó al lado de los portadores de antorchas.
–¿Qué ha pasado?
–Creo que trabajan para el arreglo del camino, señor. No lo sabemos exactamente –dijo uno de ellos.
–Tú, ven conmigo –dijo Messara, señalándolo con el dedo.
Pasaron por al lado de tres carrozas cargadas con piedras, en cada
una de ellas había dos bueyes parados. La cuarta carroza, que era en
realidad la primera del convoy, estaba puesta en diagonal, bloqueando el
camino. Seis o siete esclavos públicos lo rodeaban.
–¿Qué está pasando? ¿Por qué estáis bloqueando el camino? –gritó Messara.
A la vista del uniforme de centurión pretoriano los hombres pararon asustados.
–¿Quién es el jefe aquí? –continuó el pretoriano decidido.
–Yo, señor. Mi nombre es Rabo –respondió el hombre con una voz alterada por el miedo.
–¿Qué demonios haces con esas carrozas?
–Soy el jefe de obras nocturno de la zona del teatro Marcelo, señor.
Ha habido un accidente, esta carroza está a punto de volcarse, una de
las ruedas ha entrado en un agujero del camino.
Messara quitó la antorcha de la mano del liberto y se agachó para
evaluar la situación. Vio la rueda rota y luego la madera que había
entrado en un agujero entre dos piedras.
–Tenéis que liberar el camino ahora mismo.
–En media hora la carroza estará descargada, señor.
–Quiero que liberéis el camino ¡ahora! Hay una persona enferma en la litera. Simplemente apartadlo para que podamos pasar.
–Sí señor –respondió el hombre asustado.
Al mismo tiempo, el convoy con la litera pasó con dificultad por al lado de las otras tres carrozas y ahora estaba delante.
Messara apartó un trozo de tela y vio a Antonia algo recuperada y
como el médico la forzaba a beber algo de un recipiente mientras ella
hacía una mueca.
El administrador de la obra colocó dos esclavos públicos con un palo
grueso pegado debajo de la rueda rota, apoyado en un pedrejón para hacer
palanca, y los demás esclavos que estaban alrededor de la carreta
empujaron. Él se posó cerca de las cabezas de los bueyes y puso su mano
izquierda sobre el yugo y con la derecha giro un látigo largo hecho de
filamentos de cuero trenzados, endurecido en el extremo con bolas de
plomo, gritando:
–¡Adelante! –el látigo hizo una vuelta en el aire y luego impactó en
la parte trasera de los bueyes con un retumbo seco, el plomo mordiendo
profundamente de la piel y la carne.
Los bueyes se forzaron arduamente. Los esclavos apretaron los dientes
por causa del esfuerzo y la carreta rechinó por todas partes, pero no
se movió.
Messara miró hacia sus hombres.
–Todo el mundo pone el hombro –él mismo, colocado detrás de la
carreta, empezó a empujar. Pretorianos y esclavos, mezclados alrededor
de una carreta llena de piedras pesadas, en una luz anémica y llena de
sombras causadas por las antorchas.
–¡Ahoraaaa, adelante! –gritó el administrador y golpeó con el látigo
las espaldas de los bueyes. Éstos mugieron y se esforzaron duramente.
Uno de ellos cayó de rodillas y el administrador siguió pegándole. El
buey, asustado, con los ojos tan grandes como un puño de mujer, mugía y
se esforzaba con la lengua fuera. La carreta retumbó y rechinó de todas
partes como si se rompiera en pedazos, pero no se movió. Messara se
acercó a la litera y miró hacia dentro.
El doctor arreglaba la colcha sobre la enferma cuando vio al centurión, estiro el cuello y susurró:
–Le di una poción tranquilizante. Espero que duerma. En su estado,
las sacudidas del camino ponen su salud en peligro. Y la salud del niño
de su vientre, por supuesto. Lo más indicado es llegar a casa de
inmediato, cada momento es importante para sus vidas.
Messara dejó ir la esquina de la cortina, se enderezó de espalda y
miró preocupado a sus alrededores. A la izquierda, el enorme edificio
del teatro Marcelo, a la derecha, el edificio administrativo de
Vespasiano, rodeado de muros altos. A continuación, las olas negras del
Tíber[30].
En la luz de las antorchas, la gente sudada se esforzaba en vano. Si
regresaban, tenían que rodear y perdían un tiempo precioso. El
administrador golpeaba sin cesar con el látigo en las espaldas de los
bueyes que mugían y gritaba órdenes de esfuerzo en grupo.
–¡Parad! –gritó el centurión.
La gente paró. En la luz débil de las antorchas, las caras empapadas de sudor se volvieron hacia él.
–Vamos a pasar la litera sobre la carreta cargada. Que el médico baje
–en el espacio estrecho entre los muros del teatro y las carretas con
piedra, los esclavos y pretorianos se dividieron. Al unísono, la litera
fue levantada y empujada hacia delante. Los esclavos de la derecha
tenían menos espacio y estaban más aglomerados. La litera se inclinó
peligrosamente en una esquina.
–¡Atención! Se volcará –gritaba el centurión.
La gente se forzó y la litera fue agarrada por otras manos
extendidas, y luego con cuidado fue pasado por el estrecho espacio más
allá de la carreta.
El doctor fue el primero que pasó al otro lado, y cuando la litera
fue dejada en el suelo, él miró inmediatamente adentro para ver cómo
estaba la enferma. Estaba estirada y no se movía, el médico esforzó un
poco más la vista y se retiró.
–Se tranquilizó, señor centurión. La medicación le hizo bien.
Messara saltó de la montaña de piedras que contenía la carroza y susurró:
–Partimos con tranquilidad.
El convoy reanudó la marcha en silencio. Salieron de la calle de los
Almacenes y el centurión, caminando, apartó la esquina de la cortina y
miró hacia dentro. Se sentía intranquilo, había una sensación que no
podía definir. Estiró el brazo y apretó la mano de ella entre la suya.
En la mano no había signos de vigor, él, preocupado, se giró hacia el
médico que venía detrás suyo.
–Sube a la litera. ¿Crees que se encuentra bien?
Los esclavos pararon y el centurión desabrochó la correa de debajo de
la barbilla, apartó los protectores de las mejillas, se quitó el casco y
se lo puso bajo el brazo izquierdo, después pasó sus dedos por el pelo
mojado de sudor. El doctor, dócil, subió a la litera ocupando su lugar,
entonces se agachó inspeccionando a la enferma.
–¡Centurión –gritó él– algo no está bien! ¡Luz, quiero más luz!
Dos siervos levantaron las cortinas y los portadores de antorchas iluminaron el interior.
Messara se dobló y observó a su esposa. Estaba inmóvil, cubierta con
un edredón grande que la cubría hasta el cuello. Tenía la barbilla
levantada de forma desafiante y miraba el techo de la litera. Los
grandes ojos no parpadeaban y la mirada estaba fija. Él le colocó la
mano en la frente y lleno de preocupación le sacudió la cabeza.
–Antonia –vociferó. Se giró hacía el médico– ¿Qué la has hecho beber?
Alarmado el médico empezó a temblar.
–Una poción[31], centurión. Algunas hierbas tranquilizantes.
Messara contempló los ojos agrandados y fijos de nuevo.
–¿Qué le has hecho a mi mujer? ¡La has matado! Antonia, despierta
–gritó otra vez, y en el colmo de la furia se volteó y con el casco de
debajo del brazo golpeó al doctor en la cara. El impacto fue duro, la
esquina del soporte transversal del casco de centurión le quebró el
hueso de la cara, extrayéndole el ojo en el momento. De la fuerza del
golpe el médico se echó para atrás, los talones se inmovilizaron en un
borde del empedrado, y el cuerpo continuó cayendo. A dos codos[32] del suelo su cabeza chocó contra el muro de travertinos[33]
del edificio de atrás. Su cráneo crepitó con ruido, y el cuello se
fracturó entre la segunda y la tercera vértebra. Cuando el cuerpo del
médico alcanzó el suelo ya estaba muerto.
Los pretorianos y esclavos observaban la escena en silencio, paralizados.
Messara miró unos momentos al doctor, y se giró hacía la litera.
Estaba cegado de dolor, arroyos de sudor cubrían su cara, y en la sien
izquierda una vena azulada empezó a inflarse.
–Antonia, por favor, ¡di algo! –volvió a sacudirla y, entonces, entre
los pliegues de la manta que la cubría, le pareció ver algo.
Llevó la mano hacia el pecho y bajo uno de los pliegues apareció el
extremo de un palo fino con plumas. Con un movimiento preciso apartó la
manta fina de color púrpura con hilo de oro y la tiró al suelo.
La flecha había penetrado de forma oblicua por debajo del seno
izquierdo. Había atravesado el corazón provocando una muerte
instantánea. Del pequeño agujero fluía un hilo de sangre, que formaba un
camino hacia abajo y terminaba impregnando el colchón. Levantó la
mirada y analizó la cortina, pero no vio ningún orificio hecho por la
flecha.
Messara lo absorbió todo con una mirada. Al borde de la locura se
sentó junto a ella y la abrazó, sintiendo la sangre pegajosa empapar sus
manos.
Poco después de medianoche una patrulla de vigiles de la Cohorte Urbana[34],
rondando por su ruta, que también incluía la calle de los Almacenes,
encontraron la litera con signos imperiales. El oficial, un optio
ambicioso, observó los cadáveres y arrestó a todos, después aisló la
zona con agentes. Un mensajero marchó a caballo a avisar a los oficiales
superiores y servicios secretos.
* * *
Mientras subía la cuesta oyó pasos en cadencia. En la primera esquina de la calle se paró al lado de una cabeza de Medusa[35] tallada en un bloque de mármol y dejó pasar por delante de él una centuria de pretorianos que se dirigían hacia el Curia[36].
El hombre cruzó la calle y saltó la muralla de un jardín, luego empezó a
bajar al lado de una fila de troncos de vid hasta que dio con una valla
de ramillas entretejidas. Avanzó al largo de la valla quince pies hasta
llegar a un sitio donde las ramillas estaban apartadas a izquierda y
derecha, dejando paso a una persona delgada. Se agachó y con delicadeza
pasó hacia el otro lado, a un pequeño campo de zarzas. Conocía el sitio y
se protegía con agilidad de las ramas con espinas para que no se
engancharan en la túnica. En el último arbusto se agachó y apartó
algunas ramillas, luego sacó con cuidado un arco y un carcaj con flechas
de debajo de unas ramas rotas con hojas secas.
Se enderezó la espalda y miró la pared lateral del domus[37]
que había delante. El edificio se situaba algunos pies más atrás de la
línea de la calle, dejando un espacio durante el verano para una terraza
con mesas. El jardín silvestre estaba protegido del caos de la calle
por una muralla alta de siete codos, que seguía hasta delante de la
entrada. Allí hacía una esquina de noventa grados, donde había un
agujero de seis pies justo antes de que tocara perpendicularmente la
pared de la villa. Una fuente de luz rojiza se abría pie en el jardín
por el agujero. El sol se ponía. Se paró lateralmente hasta una
distancia de máximo ochenta pies en un rincón sombrío. Un día antes
había limpiado la mala hierba y aplastado la tierra en un círculo con un
área de tres pies.
Se puso de rodillas, como en un ritual y colocó el arco en la parte
izquierda, a su lado, ajustándolo correctamente, con la cuerda tocando
la rodilla, después sacó con atención dos flechas del carcaj. Cogió una
por una y revisó el largo, la ligereza y el plumaje. Con la mano derecha
cogió cada una de ellas y se pasó la punta afilada por encima del
índice de la mano izquierda para ver si notaba defectos. Eran perfectas.
Colocó las flecha en la tierra delante de él, orientadas hacia delante a
una distancia de un palmo[38] una de la otra.
Muy pronto la víctima iba a salir de la casa junto a su familia y a
los esclavos para ir al Forum. Estaba seguro de ello porque había
seguido su horario durante once días. Siempre cumplía sus misiones
teniendo en cuenta unas observaciones personales muy precisas.
Una ola de ruidos llegó, proveniente de la villa de delante de él; y
supuso que se habían abierto las puertas y saldrían a la calle. Cogió el
arco con la mano izquierda, y con la mano derecha pellizcó la cuerda
flexionándola con los dedos. Luego cogió una flecha del suelo, la colocó
correctamente en el arco, quedándose en posición de tiro. Dos esclavos
salieron primero y se colocaron a la izquierda y a la derecha de la
entrada, bloqueando un poco la visibilidad que le daba el agujero de la
muralla. Salió una liberta[39] mayor de edad con un niño de la mano, luego una patricia gordita y por un segundo el asesino se quedó quieto.
De la puerta apareció corriendo una niña de unos seis años, con la
risa parecida al sonar de las campanas. Se arqueó en la punta de la
pierna derecha en el primer escalón. La pierna izquierda la estiro
delante e hizo un salto levantando la manos hacia arriba con elegancia
como en el vuelo de un pájaro, flotando. La estola se levanto
desvelándole los tobillos pequeños y delicados. El hombre parpadeó y el
tiempo se frenó para él, igual que la nata espesa derramada encima de
una mesa. Estimó y analizó en la mente el movimiento completo de su
objetivo y los dedos soltaron la flecha que despegó vibrando. Cuando la
punta de la sandalia tocó la piedra del pavimento, la flecha penetró por
la abertura de la estola, por debajo de la axila hasta el corazón,
matando instantáneamente a la niña. La fuerza brutal del impacto la tiró
a un lado de la calle, sobre las piedras.
Con el arco en la mano, el asesino se levantó con un salto y echó a
correr por donde había venido. Cuando oyó el primer grito de mujer él
pasaba por la valla de ramitas entretejidas.
* * *
La bodega vieja, abovedada, tenía una sala antigua, desde hacía más
de trescientos años. Las paredes fueron trabajadas con piedra del río.
La casa de encima, con el paso del tiempo había sufrido muchas
modificaciones y alteraciones antes de ser propiedad de la familia
imperial.
Entre los intervalos de barriles había algunas mesas, sofás y sillas
de formas y tamaños distintos. La bóveda arqueada estaba sostenida por
algunos pilares ahumados, en los cuales habían fijado soportes con
aceite o antorchas.
El señor Aurelio, sentado en una silla de piel de caballo, se agachó y
cogió de la cuadrícula de hierro abrasadora una estaca con una manzana
cocida. La palpó para no quemarse, después, con una sonrisa burlona
mordió un pequeño trozo. Masticó con precaución y puso los ojos en
blanco de placer. Qué delicia. Dos golpes en la puerta le interrumpieron
el manjar. Irritado y cansado del trabajo, gritó un “entra” entre
regañadientes.
Había trabajado toda la tarde con un agente doble, descubierto y
comprobado. El idiota se había dejado atrapar por una correspondencia
peligrosa. La puerta se abrió y un liberto con barba entró. En las manos
tenía algunos papiros.
–Señor, si me permite, tenemos a un visitante.
–¿Quién es?
–Messara, centurión en la Guardia Pretoriana.
–Sé de quién se trata –le cortó Aurelio–. ¿Ha hecho alguna declaración?
–No, no ha dicho nada.
–¿Nada de nada?
–Nuestros hombres insistieron, pero él sigue con la suya.
–Tenemos un terco.
–Eso parece, señor.
–De acuerdo, pon los documentos encima del soporte que tienes a tu
lado y trae al prisionero –se inclinó hacia delante y buscó con la
mirada un lugar en la mesa sobrecargada para dejar su manzana. Volvió a
mirar al agente doble, aguantado en una mesa por cuerdas mientras dos
torturadores sólidos con chalecos de cuero de buey manchados de sangre
le torturaban. Hizo un gesto con la mano.
–Llevadle de aquí –uno de ellos, con una voluminosa barriga, empezó a
empujar de forma ruidosa la mesa entre los barriles. El otro, con la
cabeza rapada y un tatuaje en la parte derecha del cuello, recogió los
utensilios y le siguió.
Después de unos cuantos minutos la puerta se abrió y Messara fue
forzado a cruzar el umbral, lo que hizo que las cadenas de las manos y
los pies tintinearan. El liberto tiró con brutalidad de la cadena y la
fijó con una abrazadera[40]
en un gancho clavado en la parte superior de un pilar de piedra. Una
antorcha colocada a la misma altura en otro pilar hacía que una luz
amarillenta cayera sobre él.
El señor Aurelio estudió las grandes ojeras y la cara sin afeitar y
con aspecto enfermizo del centurión. «No quiere seguir viviendo sin ella
–pensó él.» Estiró la mano y cogió la estaca con la manzana cocida para
continuar su cena. Apático, Messara colgaba en las cadenas.
–En aquel soporte de al lado de la puerta hay una pila de documentos
que te incriminan –dijo con la boca llena de pasta de manzana–. Entiendo
que te obceques a no decir nada. Los que pasan algunos días en mi
sector se vuelven habladores. Esas son las declaraciones de los
pretorianos que te acompañaban y ahora están bajo arresto en Castra
Pretoriana[41];
a su lado también están las declaraciones del liberto y los siervos
públicos, que estuvieron presentes en el atentado y murieron mientras
les interrogaban. Las cosas parecen simples, pero son complicadas. De
los otros informes sé que la mujer Metelli estaba con vida cuando os
estabais alejando de la carroza cargada con piedra. El médico la miró y
dijo que se había tranquilizado después de beber la poción. Así que del
momento de pasar por encima del carro con piedra hasta que supisteis que
estaba muerta habíais recorrido cerca de cincuenta y ocho pasos.
Treinta y dos de la carroza hasta la intersección y veintiséis hasta la
calle de los Almacenes. El atentado se ha tenido que producir en este
intervalo. Podría haber sido un jinete en una de las barcazas que
circula por el río Tíber. Veintiún pasos habéis ido paralelamente a la
orilla –hizo una pausa y le sonrió con simpatía al centurión–. Hay dos
cosas que te favorecen, de las cuales hay una para mí que es muy
personal. Voy a empezar con la otra. En el momento en el cual fuiste
arrestado se abrió una investigación sobre el atentado contra el convoy
imperial. La gravedad del asunto ha abierto discusiones sobre la
seguridad hasta el senado. Sabes que desde la muerte y deificación de su
madre, Ulpia Marciana, la hermana del emperador Trajano, la Augusta
Salonina Matidia es la persona que más atención solicita aquí, en Roma.
Ha habido presiones. He sido nombrado entre los encargados para la
indagación. Probablemente no sepas quién soy, así que me presentaré. Mi
nombre es Aurelio, soy de rango ecuestre, ennoblecido por el emperador
Nerva. Desde hace más de treinta años trabajo para los servicios
secretos del imperio y hace tiempo que también me ocupo de algunos
trabajos especiales.
–No vi a ningún jinete cerca del convoy, ni tampoco hubo barcas en el
río que atrajeran mi atención. Haz lo que debas para que esto acabe
cuanto antes –dijo Messara mirando las manchas oscuras de sangre.
Aurelio se agitó en la silla, recolocándose, irritado por la actitud del prisionero. Le volvía a doler la espalda.
–Volveré a lo que nos interesa. Esa noche estaba inspeccionando el
lugar del atentado cuando uno de mis hombres, por pura curiosidad,
arrancó la flecha del pecho de tu mujer y me la enseñó. La flecha no era
una común. Tenía la punta de piedra. Intrigado la llevé conmigo, porque
a día de hoy, ¿quién demonios sigue usando flechas con punta de piedra?
Nadie. Pasaron varios días y la pila de declaraciones había aumentado,
pero no habíamos avanzado. Hasta que fue asesinada una niña de seis
años. La nieta del senador Publilio Celso[42].
Un amigo cercano del emperador. ¿Sabes cómo fue asesinada la niña,
centurión? –Messara prestaba atención a las palabras del
viejo–Exactamente, con una flecha. Pedí inmediatamente ver el cadáver.
Mandé que lo desmembraran y sacaran la punta de la flecha. Era de
piedra, tallado de la misma manera. Un arquero asesino que por algún
motivo utiliza flechas con punta de piedra está cazando por las calles
de Roma –suspiró–. ¿Te das cuenta que el segundo asesinato levantó de
tus hombros el peso de la acusación de complicidad?
–Mi mujer ha sido asesinada –susurró Messara.
–Así que sabes hablar –dijo el anciano con voz tranquila–. Significa
que he captado tu atención. ¿Puedes contarme si los días antes del
atentado has visto u oído algo que se podría haber interpretado como
diferente o extraño, algo fuera de la rutina de siempre?
El centurión levantó la vista y le lanzó una mirada perdida al viejo delgado de espalda encorvada.
–¿Dónde, en mi casa? –preguntó frunciendo el ceño.
–No, joven. En Castra Pretoria, en el Palacio Imperial o en cualquier
lugar donde hayas estado de servicio –Messara pensó y sacudió su
cabeza.
–Nada.
–Cuéntame sobre aquella noche.
–Acompañé a la augusta Matidia, sobrina del emperador, al palacio del
senador Nepos el Viejo, a un banquete. Éramos cuatro oficiales: el
centurión Fabio, dos optios[43], Severo y Corbulo, y yo. Tenía bajo mi poder la mitad de una centuria de pretorianos.
–Detalladamente.
–Los cuarenta pretorianos, al mando de los dos optio, rodearon el
palacio. Fabio y yo asegurábamos la seguridad de la entrada al atrio de
forma discreta. Más tarde llegó el tribuno Decrio, nuestro comandante.
–¿El banquete fue algo especial?
–Mientras estuve allí me pareció ordinario. Gladiadores, teatro, política e impresiones.
–¿Qué tipo de política?
–Haterio Nepos fue procurador[44] de la Armenia Mayor[45],
hasta la retirada de las legiones romanas, y la mayoría de las
discusiones estaban relacionadas con el Cuartel General de Antioquía,
los ataques de los partos detrás del frente y los viajes por mar hacia
Roma.
–¿Dijo Nepos si se iba a ocupar de la magistratura este año?
–Por lo que he entendido, hará algunos arreglos con las escuelas de gladiadores para las festividades de Saturnalias.
–¿Qué te pareció la Augusta Matidia durante el banquete? –preguntó el señor Aurelio.
Messara intentó comprender qué rumbo estaba tomando la conversación.
–Como siempre: espiritual, emocionada y poderosa. Al menos en la
lucha de los gladiadores. Y por supuesto, generosa –dijo recordando en
cómo le prestó su ayuda.
–Indudablemente –el señor Aurelio se dio prisa por respaldar–. Tu
esposa también estaba allí, ¿no afectó eso de alguna manera tu trabajo?
–No, señor. Ha sucedido muchas veces que yo, estando de guardia, me
encontrara a mi mujer en banquetes, ya que venía acompañada de su padre,
el senador Metelo.
–Entiendo. ¿Qué reacción has tenido cuando la viste desmayada en el atrio de Nepos?
–Me asusté. No sabía lo que estaba pasando, creí que había comido algo en mal estado.
–¿Pasó por tu cabeza el hecho de que alguien la haya intentado envenenar?
«Claro que eso pensé.»
–No señor, cómo creer eso –dijo en voz alta.
El señor Aurelio le examinó con su cara de abuelo simpático. «Vuelve a mentir –pensó él.»
–Intenta recordar, centurión, si en aquel atrio se encontraban
personas que de alguna manera negativa llamaron tu atención –Messara le
miró fijamente a los ojos y se adentró en él. «No me gusta el tribuno Decrio, ni la siciliana. Tampoco me gusta Nepos el Viejo. No puedo soportar a la señora Erucia.»
–No sé decirle, tal vez la señora Erucia me es un poco antipática.
–¿La señora Erucia? –los ojos del anciano brillaron.
–¿La conoce?
–Vagamente. Explícame qué sensación te provoca.
Messara bajó la mirada y recordó el día cuando, estando de guardia en
el palacio imperial y supervisando a unos ingenieros constructores que
hacían reparaciones en las termas privados de la familia imperial,
apareció una mujer, de repente, que no había visto nunca. Parecía buscar
a alguien o algo. No estaba sola, la acompañaban cuatro esclavas.
Aparentaba tener cincuenta años. Era menuda, tenía una cara de muñeca y
dos ojos juguetones de ratoncillo. Sonreía mucho, casi todo el tiempo.
Parecía una chiquilla amistosa.
Sorprendentemente cuando les hablaba a las esclavas utilizaba un
lenguaje vulgar, similar al de un cuidador de caballos, en el cual
prevalecían las expresiones sexuales. Se acordó de su reacción cuando le
vio: empequeñeció los ojos e inclinó la cabeza sobre un hombro,
mirándole con curiosidad. Rápidamente dio unos pasos breves y concisos
hacia adelante, pegándose a su vientre. Levantó la barbilla mirándole
fijamente. Sus ojos brillaban húmedamente, con magnetismo y sus labios,
de un rojo brillante, formaban un corazón, de manera suplicante. Él, por
un momento estuvo desorientado, porque no le permitía a nadie invadirle
el espacio privado, pero su comportamiento extraño le puso en una
posición delicada. Sintió como sí le quitara el aire. Inspiró
profundamente por encima de su cabeza, como si quisiera romper el
hechizo y consiguió recuperar el control.
–¿Señora? –preguntó él, cortés, mirándola respetuosamente de arriba a abajo.
Vio patas de gallo muy marcadas debajo de los ojos, escondidas bajo
una capa gruesa de maquillaje. También observó que la piel del cuello
hacia pliegues, tanto como el pañuelo de seda dejaba entrever. Aproximó
que tenía al menos diez años más de lo que había pensado inicialmente.
–¿Qué pasa aquí, centurión? –preguntó ella con voz melosa.
El peinado complicado, las esclavas que la acompañaban, la estola
cara y las joyas valiosas la recomendaban siendo de clase alta. Un
perfume de flores de lila subió hacia él desde su pecho.
–Cosas administrativas, señora. A la tarde deberían estar listas.
–¿Qué tipo de cosas administrativas, semental? –preguntó sonriendo
dulcemente. A él no le gustó la palabra que había utilizado para
dirigirse a él e indicó con la barbilla por encima de ella.
–Hay un problema con el baño privado de la Augusta. Se ha rajado una tubería.
–¿Ah, sí? Yo también tengo una rajita –dijo ella sin dejar de
sonreír. La palabra raja, al igual que la palabra semental, utilizadas
anteriormente, eran insinuantes y eso a Messara le causó un malestar
general. No le respondió y ella lo tomó como una posible aceptación o un
principio de acuerdo. Seguía sonriendo y, de repente, el militar se dio
cuenta de que no era sonrisa, sino un rictus.
Podría haber sido una enfermedad como lo son ciertas formas de
parálisis, o podría haber sido obtenido artificialmente a través de un
entrenamiento continuo a lo largo de los años. Esa sonrisa controlada
junto con la intensidad de la mirada eran típicas de las personas
entrenadas para convencer. Sólo unos actores muy buenos podrían hacerlo.
O algunos políticos. Levantó la mirada y observó al señor Aurelio
diciendo:
–Cuando conocí a la señora Erucia sentí que me encontraba delante de una zarza espinosa.
–¿Una zarza espinosa? Una interesante y poética comparación –dejó la
estaca y el corazón de la manzana apoyado en la mesa y con un trozo de
tela frotó sus labios, después limpió sus manos mientras miraba
fijamente al prisionero. «Estás loco, centurión –pensó él.» Hizo sonar
una campanilla.
Uno de sus hombres, el de la voluminosa barriga, apareció de entre
las ánforas y columnas. El otro, con la cabeza rapada, en la oscuridad,
apretó los dientes mientras miraba fijamente a Messara colgado en las
cadenas. En la mano derecha sujetaba la cola de un hacha y entretanto
con los dedos de la mano izquierda jugueteaba con el filo. El señor
Aurelio habló con el ayudante:
–Libéralo y ayúdale a sentarse.
El hombre sudoroso con cara cafre sacó la abrazadera del gancho y
tiró de la cadena liberándolo. Messara, agotado, se sentó en un sofá.
–Esta es la punta de flecha sacada del cuerpo de su mujer –el centurión estiró la mano encadenada y agarró la punta de flecha.
–Y esta es del segundo cadáver –le entregó la otra punta también.
Messara miró alternativamente las dos. Las dos eran de pedernal tallado
soberbiamente. Cada una tenía una forma larga con la punta muy afilada y
múltiples caras.
–Parecen talladas por el mismo tallista y del mismo pedernal, señor.
–Eso es, centurión. Hemos llegado a la misma conclusión.
Messara frotaba las puntas de flechas entre los dedos, después las
levantó y las olió. Sentía olor a sangre rancia. La segunda, del cadáver
de la niña, tenía un olor más penetrante.
–Es más reciente –el señor Aurelio completó su pensamiento–. Habría
otra cosa relacionada con este tema. Antes ¿quieres beber algo?
Messara asintió. El señor Aurelio le entregó un vaso de agua, esperó
con paciencia que bebiera, luego colocó el vaso en la mesita.
–Existe un rumor –continuó el anciano– de que un asesino egipcio, por
no sabemos qué motivo, mata a personas importantes en Roma. No sé
cuanta verdad hay, ya que nadie le ha visto, solamente que nuestros
agentes le buscan. Lo único que tenemos son las personas asesinadas, las
puntas de flecha y algunas palabras en los muros.
Messara siguió mirándolas varios minutos, las colocó una al lado de
otra en la misma mano y cerró el puño, pensando. Finalmente levantó la
mirada y la fijó en el señor Aurelio, esperando que el anciano
continuara.
–Te contaré el segundo motivo, por el cual, considero yo que estás favorecido. ¿Qué sabes de tu tío, Livio?
El centurión frunció el entrecejo inquisitivamente.
–¿Mi tío Livio? Murió cuando yo era pequeño. A mi padre no le gusta
que le recordemos en casa. A lo mejor estaban peleados, nunca le
pregunté y él tampoco parecía dispuesto a explicármelo. La casa en la
que vive mi padre la heredó de él.
–El domus está a tres calles de distancia de los antiguos baños de Tiberio.
–¿Le conoció?
–¿Qué si le conocí, joven? –el anciano miró al suelo y suspiró un
aire cargado de melancolía–. Por decirlo así, tu tío Livio fue la
persona más importante para mí –el centurión le miraba lleno de
asombro–. Tu tío formó parte de los Servicios Secretos del Imperio. Su
misión más importante fue ser el doble del emperador.
–¿Doble del emperador?
–Domiciano, cuando era emperador, estaba obsesionado con la idea de
que alguien lo asesinaría, así que muchas veces utilizaba a una persona
que iba en su lugar. Vestido y maquillado como él. Aquella persona que
se parecía físicamente al emperador era tu tío.
–¿Mi tío iba vestido como el emperador? Increíble.
–Exactamente. Cuando nos conocimos justamente iba vestido así. En
aquellos tiempos yo era ingenuo y fui atraído por la idea de venganza,
de una conspiración. El plan era perfecto y el día escogido, engañé a
los guardas y llegué a la ruta por donde iría el emperador. Le vi, le
sorprendí y le clavé el cuchillo en el corazón. Chocado, me di cuenta
que debajo de la túnica llevaba armadura. Volví a clavar y conseguí
herirle en el hombro, pero él se defendió y me desarmó inmovilizándome.
Después supe que no era el emperador. Fui torturado y yo confesé quién
me pagó. Los conspiradores fueron pillados, después, por no sé cuál
motivo, Livio insistió en anular mi ejecución. Me convirtió en agente
imperial y me protegió. Lleno de gratitud le entregué todo mi amor y él
me respondió de forma generosa. Aquella casa fue nuestro nido de amor.
Cayo Messara le miraba según su estado en aquel momento: atónito y apático.
–¿Si el emperador Domiciano[46] era tan preservador por qué se dejó asesinar?
El señor Aurelio se volvió bruscamente serio y se mordió el labio
inferior. Con los ojos empequeñecidos, después de una pausa le
respondió:
–Buena pregunta, centurión.
Su rostro se relajó y poco a poco miró a Messara con simpatía, continuando:
–Ésta es la causa por la que insistí que no fueras ejecutado, eres sobrino de Livio.
* * *
La taberna se había vaciado. El tribuno Decrio contó algunas monedas y
pagó. Había cenado solo y prefirió la compañía del vino, ya que había
sido un día largo y fatigoso, lleno de eventos desagradables. Fue
demasiado tarde cuando notó que un anciano flaco y cojo, con un rostro
simpático, intentaba abordarle.
–Buenas noches, señor, perdone mi gesto inoportuno.
Decrio, flojo por el vino, le miró con el ceño fruncido intentando reconocerle.
–¿Qué deseas?
–Me llamo Aurelio y pertenezco al Servicio Secreto –hizo una pausa
corta cuando notó la expresión del rostro del tribuno–. Tengo la ingrata
misión de pertenecer al grupo que investiga el atentado contra la
litera imperial –se sentó en una silla justo en frente del tribuno–.
Tengo una primera pregunta: ¿Conocía bien al centurión Messara?
Decrio le miró sorprendido.
–El Servicio Secreto cometió un abuso. Arrestó a un grupo de pretorianos.
–Seguro, los ocho militares son unos testigos valiosos, por eso nos hemos visto obligados a aislarles para las investigaciones.
–Habéis arrestado a ocho pretorianos.
–Escuche, señor tribuno, no les hemos llevado a ningún sitio. Ellos
están en la cárcel de Castra Romana. Se sienten como en casa.
–¿Dónde está el centurión Messara? Tengo el derecho a preguntar, sigue estando bajo mis órdenes.
–Eres demasiado insistente –el anciano sonrió cansado–. El centurión
está en investigaciones –continuó él– ya que el atentado se produjo
estando Messara al mando, así que no te puedo decir dónde está. Pero yo
te pido que me ayudes. Eres su jefe directo. ¿Qué tipo de persona es?
Un esclavo con una bandeja vacía debajo del brazo se acercó a la mesa inclinándose. El anciano le alejó con un gesto de mano.
El tribuno Decrio se puso nervioso. Messara al fin y al cabo metió la
pata. Abrió la boca con esfuerzo, succionándose los dientes.
–Messara es extraño.
–¿Extraño? –el anciano le dedicó una mirada de interés, invitándole a proseguir.
–Hablas con él, te mira con ojos ágiles y vivos y de repente el
brillo desaparece. Ya no está contigo, ya no está ahí. Es decir,
físicamente está –se corrigió rápidamente–. Cuando tú le preguntas algo
coge un aire perdido, como los locos, y ya no te contesta.
–A lo mejor por arrogancia.
–Pasó las pruebas para la Guardia Pretoriana antes de cumplir los
dieciocho años. Estaba preparado, pero se veía de lejos que alguien de
arriba le apoyaba. Aprendió el reglamento e hizo sus tareas. Hacía bien
su trabajo, pero era un solitario. No podía integrarse en su grupo, en
la centuria o cohorte. La gente no le veía como uno de ellos.
–No le entiendo, señor.
–Es decir, en una misión, la gente de su grupo no se fiaba de él como
camarada de confianza que les protegía las espaldas. Pero confiaban en
él como profesional que cumple con su misión y por eso le mostraron
respeto. Poco a poco fue avanzando de grado hasta centurión.
–¿En todos estos años no ha cambiado?
–No, es decir, sí. Conoció a la hija del senador Metelo y se casaron.
–La mujer asesinada.
–Sí, la mujer asesinada. Han dejado entrever que ha habido amor por
ambas partes. De alguna manera ella le cambió y le hizo más sociable.
–Creo que está de acuerdo conmigo de que es un hombre muy apuesto.
El tribuno se quedó pensativo.
–Es apuesto. Llama la atención vaya donde vaya.
El señor Aurelio había visto bastantes cosas peculiares en su llena
vida. Suspiro y se rozó absorto el labio inferior con el dedo.
–¿Qué dice la gente, señor?
–La gente dice que Messara se comporta así desde la adolescencia. Él
ha sido criado en Tarraco. Tuvo parte de una educación en el dominio de
las armas y siguió durante un tiempo un curso de retórica con un
profesor. Un oído fino todavía le puede notar el acento provincial.
–¿Esconden un secreto los años pasados ahí? –preguntó con interés aumentado el señor Aurelio.
–Parece ser que alguien mató con bestialidad a una familia de
ancianos que significaban mucho para él. Unos nativos iberos que se
encargaron de su cuidado durante su infancia. Le querían mucho y él les
llamaba abuelos.
El señor Aurelio aprobó despacio con la cabeza.
–Sé que esta es la taberna donde os gusta cenar cuando no estáis de
guardia. Tienen un menú muy atractivo y también está cerca de su casa.
Podría pasar por aquí cada dos o tres semanas para que charlemos. Si no
le importa, por supuesto.
–Por supuesto, cuando quiera. Me marcharé ahora –se levantó de
repente echando la silla hacia atrás–. Hasta luego –se dirigió hacia la
puerta con paso militar.
El señor Aurelio le devolvió el saludo con un gesto de la cabeza y le
observó marcharse de la taberna, luego se giró y colocó sobre la mesa
en otro orden las tablillas de cera[47]
donde tenía apuntadas las investigaciones en relación con el centurión
Messara. Abrió una de ellas y volvió a leer las declaraciones de la
siciliana.
–Messara me transmite como si necesitara ayuda. Como si los dioses le aterrorizaran por dentro.
–¿Está loco?
–No, no está loco. Está preocupado de algo. Muy preocupado. Habla
siempre consigo mismo. Creo que necesita una mujer madura que le
acaricie y que le escuche cuando no tiene con quien hablar.
Cuando el anciano la miró serio ella se disculpó enseguida.
–No había pensado en mí, soy una mujer casada.
El señor Aurelio juntó todas las tablillas de cera y también se marchó. ¿Qué le sucedió a Messara en Tarraco?
* * *
Le habían llevado a una celda para oficiales de la Cohorte Urbana y
le sacaron las cadenas. La cama de madera olía a vómito y orina, pero él
se sentó en una esquina, en la piedra fría y húmeda, en posición fetal,
con las rodillas tocándole la boca. Las puntas de las flechas,
envueltas en un trozo de seda amarilla, las tenía en la mano izquierda,
apretándolas con el puño cerrado. Siempre se preguntaba quién había
atacado la litera con signos imperiales y cómo pudo ser posible que
matasen a Antonia. Se sentía indefenso y un sentimiento agotador de
culpa le agobiaba sin cesar, no dejándole dormir.
El guardia de oficio no le daba importancia. Cuando venía la hora de
la comida empujaba a través de los barrotes un vaso de agua estancada y
otro recipiente con caldo de cartílagos. Le lanzaba miradas
indiferentes, acostumbrado a los borrachos. No se había acercado a la
comida, solo había bebido el agua. Un día, uno de los guardias, mientras
recogía los vasos de la celda y los reemplazaba con otros le susurró:
–Tienes un visitante –abrió la puerta y dejó paso al otro hombre.
Éste llevaba un manto de lana con capucha que le tapaba la cabeza
–Vuelvo en un cuarto de hora –añadió él, cerrando la puerta y
alejándose. El visitante hizo una señal con la mano a modo de
aprobación, luego se giró y miró en la penumbra al hombre acurrucado en
el suelo de la celda. Con pasos inseguros se acercó. Se agachó,
mientras, con la mano izquierda, se quitaba la capucha. Con la derecha
le tocó suavemente el hombro y le sacudió:
–Cayo… Por favor, vuelva en sí. Soy yo, Severo. Tenemos que hablar.
Poco a poco Messara levantó la cabeza, intentando aclarar su vista.
Severo era optio en su centuria, pero también su más cercano subalterno.
–La han matado. No sé quién lo hizo, pero me la han quitado.
–Lo siento, Cayo. Lo siento tanto –dijo el optio mirando a los ojos
enrojecidos del centurión–. Sé cuánto la amaste. Te apoyo y te acompaño
en tu dolor. Pero no entiendo algo, ¿por qué te han escondido? Si
querían solo investigarte tenían que haberte llevado a la Castra Romana
junto a los pretorianos del grupo que dirigiste. ¿Qué ha pasado, Cayo?
–No lo sé, Severo, y, en realidad, ya no tiene importancia. Lo que yo deseo es morir.
–No, no debes morir. Tienes que averiguar quién lo hizo. Sé fuerte.
No estás solo. Yo estoy a tu lado. Toda la centuria te apoya, sabes que
todos te respetan. Solamente tengo que decirles dónde estás.
–No, no pongas su vida en peligro sin fundamento. Ha habido un
atentado dirigido a la litera con signos imperiales, era de esperar que
me aíslen del resto de los pretorianos.
–Desde hace ocho días te busco por cárceles y calabozos, sobornando a
todo tipo de personas. Los guardias de aquí ni siquiera saben quién
eres y por qué estás encerrado. Te han traído sin papeles de
acompañamiento. Todo está lleno de misterio. ¿Qué harán contigo? ¿Nadie
te ha dicho nada?
Messara sacudió la cabeza, negando. Luego preguntó:
–¿Qué sabes de los funerales?
–Han tenido lugar hoy, un gran evento. Le pedí a Corbulo que me
reemplazara en el puesto para poder asistir. Ha sido una ceremonia
impresionante. Toda Roma ha venido. He intentado acercarme a la familia
de tu suegro y preguntarles por ti, pero no ha sido posible.
–¿Mi padre?
Hubo un silencio de algunos segundos.
–Estos días le he buscado dos veces en casa, pero los esclavos me han
dicho que se había ido temprano o que todavía no había llegado. Creo
que me evita –Messara aprobó despacio con la cabeza.
–Entiendo –dijo con voz apagada.
–Cayo, por favor, se fuerte. Tienes que dormir y comer, ¿entiendes?
–se levantó y miró los recipientes con comida y agua que estaban al lado
de las verjas:
–Por el amor de Marte[48], estos desgraciados te han traído agua estancada. Eres un oficial pretoriano. Merecen ser azotados por su falta de respeto.
Se dirigió hacia él:
–Venga, acuéstate en la cama, al menos no te quedes sentado en el
suelo –le cogió la mano y le ayudó a levantarse del suelo y a acostarse
en la cama, encima de la manta sucia. Se oyeron los pasos del guardia
acercándose–. Tengo que irme –dijo él– ¿Tienes algún deseo?
–Busca a mi padre, el podrá ayudarme. Podrá averiguar quién la mató.
–Por supuesto. Mañana reemplazaré a Corbulo, luego visitaré a tu
padre. Se fuerte –y posó su mano en el hombro de él–. Hablaré con el
guardia para que cambie su trato hacia ti –añadió él.
Messara escuchó el ruido de los clavos de la suela de los zapatos
chocar contra la piedra, alejándose por los pasillos haciendo eco.
Después de un rato, el guardia volvió con recipientes llenos de comida.
–Te he traído un filete y agua limpia. Y un vaso con vino caliente.
Siento haber sido tan negligente contigo. Tu amigo me ha hecho entender
que debería ser más atento, que la vida es corta –suspiró–. Voy a
traerte un colchón y algunas mantas.
No pudo comer nada, pero bebió medio vaso de vino caliente y,
acostado en el colchón de paja, poco a poco se quedó dormido, cayendo en
un sueño que le era familiar.
Todos estaban cansados. Les oía jadeando. Él era joven y fuerte y
sabía que debería dejarles descansar. O que al menos fueran a su ritmo.
Pero él cada vez estaba más ansioso por llegar a una luz. Intentó
atravesar con la mirada la oscuridad de delante, pero, a la débil luz de
la luna, lo único que consiguió distinguir fue la línea oscura de una
colina.
Le seguían, sometidos, cada noche. Oyó un lloriqueo de niño, luego la
voz susurrada de su madre que le tranquilizaba. Con lástima, les hizo
una señal para que pararan y pudiesen descansar. A su alrededor se
colocaron los más queridos. Los abuelos, uno pegado al otro, se sentaron
en una capa de hojas. Apoyada en el tronco de un árbol, su madre estaba
de espaldas, balanceando en los brazos a Licinia.
A su alrededor empezaron a juntarse todos, de manera concéntrica.
Niños y niñas de distintas edades estaban cogidos de las túnicas de sus
madres. Algunas mujeres sujetaban a los viejos y una o dos tenía en
brazos bebés. Más atrás, en silencio, los hombres rubios con pelo largo
recogido en colas y barbas trenzadas se perdían en la oscuridad. Había
muchos, ni siquiera les conocía. Los rayos de la luna alumbraban los
rostros sucios, asustados y cansados, que le seguían dóciles y con
afección. Ahora eran suyos. Quiso decir algo pero se calló y miró sus
manos sucias y pegajosas.
Messara se despertó de la pesadilla, mojado de sudor y con la boca seca. Se levantó y bebió toda el agua para refrescarse.
El tercer día, a la hora de comer, fue liberado. Salió de la cárcel
con pasos inseguros, de hombre derrotado. No se había alejado ni sesenta
pies cuando le alcanzo un esclavo.
–¡Amo!
Messara se giró y le miró. El esclavo bajó la cabeza con respeto.
–Mi amo, el optio Severo os desea salud. Y desea por supuesto que reciba esto.
Le acercó un saco de piel. Messara lo cogió y lo abrió. Dentro había
una túnica nueva de lana de color cenizo, una bolsa con monedas y una
tablilla de cera. Leyó la frase con letras desordenadas: “De la puerta
de la cárcel hasta las primeras termas[49] hay ochenta pasos. Severo.”
Le daba igual si estaba sucio o no, pero tenía que resolver algunas cosas, así que se dirigió hacia los baños.
Cayo Messara golpeó la puerta con fuerza. El viejo Cotto, un esclavo, miró por la mirilla y luego abrió la puerta de par en par.
–¡Amo! –dijo él con voz temblorosa. La alegría por el reencuentro
desapareció cuando vio el rostro descompuesto del militar. Lleno de
tristeza continuó–: Lamento mucho su pérdida.
En sus ojos aparecieron perlas de lágrimas. Messara le miró y movió tristemente la cabeza.
–Gracias, Cotto –el viejo le caía bien. Era un esclavo fiel y con un buen corazón–. ¿Dónde está mi padre?
El esclavo abrió la boca para contestar, pero vaciló.
–Está en la sala de baño. Pero no está solo –bajó los ojos al suelo, avergonzado.
Messara asintió.
–Entiendo.
Desde que Cayo Messara podía recordar, su madre había vivido en
Tarraco y su padre en Roma, o allí donde lo enviaban como magistrado por
cortos períodos. No estaban divorciados. Era una separación florecida
entre malos ratos y la humillación. Manio Messara, su padre, tenía un
vicio repugnante. Una vez al año, durante dos o tres semanas venia de
visita a Tarraco. Era un encuentro convencional sin ningún tipo de
afecto. Su madre murió un año antes que él vistiera la toga viril[50].
Un día, poco después de eso, un mensajero le trajo la noticia de que le
esperaban en Roma. Su padre, que por aquel entonces se encargaba de una
magistratura insignificante, le apuntó a un colegio militar para el
rango ecuestre. Durante algunos años, desde el día que llegó a Roma y
hasta que se casó y se mudó con Antonia, esa fue su casa.
Messara se decidió de repente y entró.
–Amo, será mejor que espere, que avise antes –dijo el esclavo
respirando asmáticamente. Messara le tranquilizó y le entregó las dos
puntas de flecha envueltas en seda.
–Guárdalas bien. Son importantes –dejó de prestarle atención, pasó
por delante de él y atravesó un pasillo, luego abrió la puerta de la
sala de baño.
Un esclavo echaba, con un cubo de latón, agua hirviendo en una bañera
grande de forma rectangular, levantando una nube de vapor. Messara
subió los dos escalones y se paró a dos pasos de la bañera. Su padre,
apoyado con la espalda en el borde de la misma, tenía los ojos cerrados.
Un niño de diez años de piel oscura, pero con cara angelical enmarcada
por anillos de pelo rizado, estaba sentado en el borde de la bañera
amasando con los dedos los músculos del cuello de su padre. Cayo Messara
le echó la mirada más severa que pudo. El niño bajó la mirada, luego se
agachó y le susurró al oído al viejo Messara. Éste abrió los ojos,
sorprendido. Su mirada se nubló por un momento, luego se giró y acarició
la cara del niño.
–No, mejor vete. Hablaremos luego.
Con un gesto de mano echó al esclavo con el cubo vacío.
El niño se levantó y con pasos lentos se dirigió hacia la puerta.
Cuando pasó por al lado del militar le lanzó una mirada larga llena de
odio. Una vez cerrada la puerta, el viejo dijo:
–Sabes que no me gusta que entres así. Podías haber enviado un
esclavo –se levantó, subió los escalones y salió de la bañera.
Corrientes de agua se deslizaban por su cuerpo. Cogió con la mano una
tela que colgaba en una percha y se la puso alrededor de la cadera
tapándose la desnudez. El color verde de la tela contrastaba con las
cuatro o cinco verrugas del color de las moras maduras que le habían
salido en el cuello. Tenían el tamaño de unas tetas de cabra y
provocaban cierta repulsión.
–Pero dejemos eso ahora –se giró hacia el joven–. Me alegro verte, hijo –añadió él.
–No viniste a visitarme en la cárcel, padre.
Hubo un momento de silencio.
–He estado ocupado.
–Diez días. Mandé a Severo para que le ayudases a capturar a los
asesinos, pero no hubo quien te encontrara. Te envió un mensaje, pero no
le contestaste.
–He estado ocupado. ¿Qué podía haber hecho yo si ni siquiera el Servicio Secreto Imperial encontró huella alguna?
–Tuvo lugar otro atentado de la misma manera. La nieta del senador Publilio Celso ha sido asesinada. ¿Qué sucedió?
El viejo levantó los hombros, indefenso.
–Tampoco has venido al proceso, padre. Ayer me juzgaron.
–Lo había olvidado, hijo.
–¿Lo habías olvidado?
–¡No pude ir!
–Entiendo.
Le miró fijamente a los ojos y quiso marcharse.
–¿Cuál fue el veredicto, Cayo?
–Me han degradado por incompetencia, padre. Me retiraron todos los derechos y recibí la orden de presentarme como auxiliar[51] en una cohorte hispánica situada en Vindobona[52] en el Danubio, en la provincia Pannonina Superior.
–Puedes contar conmigo, Cayo.
Pero a pesar de sus palabras, Messara supo que su padre mentía. Asintió tristemente con la cabeza.
–Estoy más que seguro, padre.
Hubo otro momento de silencio.
–No honraste a Antonia. No estuviste presente en sus funerales.
El viejo agachó la cabeza, aparentemente confuso.
–Pensé que era mejor no ser visto por ahí, hijo. ¿Has ido a la casa?
–la casa era la vivienda que él y Antonia habían recibido como regalo de
bodas de parte de los padres de ella.
–He pasado por ahí antes de venir aquí, pero estaba todo cerrado. Me
denegaron el derecho a entrar en mi propia casa –pensó por un momento–.
Tengo la intención de visitar a mi suegro, mañana en su vivienda en
Ostia[53].
La voz del joven era temblorosa y en la frente se le hinchó una vena azulada.
–No sé cómo pudo pasar eso, pero no pude prevenir el ataque. Mi
mujer, que estaba embarazada, murió allí –Messara hablaba entre
murmullos.
Lanzó una mirada circular a las paredes que tenían mosaicos en los
que predominaban temas eróticos que no había visto antes, luego miró a
su padre.
–En cuatro días partiré. Allí donde vaya espero encontrar rápidamente
la muerte, así podré unirme con Antonia –guardó silencio durante un
momento–. Te dejo, padre.
No se abrazaron. El abismo entre ellos era demasiado profundo. El
viejo colocó la mano de manera protectora en el antebrazo de su hijo.
–Cayo… –dijo él con voz ronca, pero no siguió, esperando que su hijo
llegara a entenderle algún día. Luego le dedicó una mirada larga,
llenando sus ojos de él, ya que sabía que este hijo con un destino tan
tumultuoso y con un corazón tan negro que le comía por dentro como una
gangrena iba a encontrar su final en el fin del mundo, tal como lo
deseaba. Y tal vez de esa manera limpiaría un poco la vergüenza que
había traído al nombre Messara.
Messara empujó la pesada puerta de bronce y entró en el templo. El
frescor de la sala amplia le encogió la espalda y la oscuridad le hizo
forzar la vista. Cuando acomodó sus ojos distinguió algunas personas de
rodilla con las manos extendidas, meneándose despacio y balbuceando
rezos. Los sacerdotes, con las cabezas rapadas, con copas llenas de
aceites y velas encendidas en las manos alzaban cánticos con voces
llenas de dolor. Con pasos inseguros se paró en el centro de la sala
delante de la imponente estatua de la Diosa Proserpina[54], hija de Júpiter[55] y de Ceres[56].
Una sacerdotisa pasó por su lado. Messara tocó su hombro con un gesto
delicado. La sacerdotisa, con una vela en la mano se giró hacia él
dedicándole una mirada inquisitiva. Él se agacho hacia delante y le
susurró al oído, intentando cubrir el murmullo de los rezos y al mismo
tiempo no molestar.
–Desearía hacer un sacrificio.
–Si sales por la puerta lateral, encontrarás a alguien que vende palomas.
–Desearía algo más consistente.
–Puedes comprar cuatro o cinco palomas.
–No quiero palomas.
La sacerdotisa, con los ojos acomodados a la oscuridad le miró de abajo hacia arriba con un ojo crítico.
–Si puedes permitírtelo compra dos conejos.
–En realidad, quiero sacrificar un toro maduro y tener parte de una
ceremonia completa –dijo él mientras sacaba una bolsa llena de monedas.
La sacerdotisa echó la cabeza para atrás y agrandó los ojos.
–Por favor, seguidme hasta el jefe de los sacerdotes del templo, amo –dijo ella respetuosa y mientras se inclinaba.
La ceremonia junto a las preparaciones duró más de una hora y él,
mareado por el olor del incienso y el baile caótico de una sacerdotisa
al ritmo del tambor y de las oraciones del sacerdote jefe que echaba los
ojos para atrás delante de él, repetía obsesivo, con voz ronca:
–Madre Proserpina, te imploro, con lágrimas en los ojos y con la
sangre de este sacrificio, que acojas bajo tu protección a mi mujer
Antonia y a mi hijo no nacido. Madre en las tierras de las sombras,
cuida de sus almas hasta que yo me una con ellos. Madre Proserpina, te
imploro con lágrimas en los ojos…
De reojo pudo ver a un sacerdote joven y fuerte con el pecho desnudo y
con la cabeza rapada acercarse al toro de mil seiscientas libras[57].
Le introdujo el pulgar y el índice de la mano izquierda en las fosas
nasales y con la mano derecha le cogió brutalmente de uno de los
cuernos, luego, con un movimiento brusco, le giró la cabeza a un lado y
se agachó arrastrando detrás de él al toro que se había dejado caer en
el mosaico azul, sumiso. Otro sacerdote, igual de joven y de fuerte como
el otro, tenía en las manos dos cuchillos con láminas largas, finas y
muy afiladas. Se puso de rodillas, pegando por un momento su frente con
la del toro. Luego a una señal del gran sacerdote, con un gesto preciso
clavó uno de los cuchillos en el cuello del torro y lentamente empezó a
cortarlo. Cuando el mugido del torro apuñalado le inundó los oídos, una
ola de sangre caliente llenó el mosaico del sacrificio, luego empezó a
escurrirse por los canales tallados en la piedra y llegó a los pies de
la diosa. Respirando fuertemente por la emoción subió la voz al igual
que la del gran sacerdote:
–Madre Proserpina, te imploro con lágrimas en los ojos…
Esa noche se encontraba en la zona antigua del puerto de Ostia, en la
orilla del mar, lejos de los pontones de descarga, hechos a orden del
emperador. Vigilaba atentamente no ser visto por las centinelas. Se
quedó un tiempo escuchando los chirridos de las cadenas del áncora y el
ruido de las olas que golpeteaban las paredes de madera de los barcos
guiados por una brisa fresca.
Antes de venir aquí, había pasado por la domus de su suegro, el
senador Metelo. Los guardias armados no le permitieron entrar y le
echaron. «Vete, no fuiste capaz de protegerla –le transmitió su suegro.»
Al rato se quitó las sandalias y las colocó en una piedra, luego se
sacó la ropa, la dobló con cuidado poniéndola al lado de las sandalias.
Con el cuerpo desnudo y la piel de gallina por culpa del frío se animó y
entró al agua fría. Al principio se adentró hasta las rodillas, luego
hasta la cadera. Cuando empezaron a castañetearle los dientes se tiró al
agua y empezó a nadar frenéticamente hasta que empezó a sentir que el
agua de su alrededor se volvía cálida y él supo que debería volver a la
orilla que se encontraba detrás suyo, ya muy lejos. Pero se encaprichó y
nadó rápido. Luego más rápido y más rápido, hasta que se le durmieron
los brazos y en los muslos sintió miles de agujas. Siguió nadando
incluso cuando sintió que estaba a punto de desmayarse. Cuando empezó a
recuperarse sintió algo que le arañaba entre los omóplatos y la parte
izquierda, en las costillas.
Abrió los ojos con dificultad y vio algunas caras fruncidas que le
miraban de cerca. Estaba acostado en la cubierta mojada de una nave
libúrnica[58]
que olía a alquitrán. Se levantó, tocó su espalda y palpó con los dedos
ese algo que le arañaba tanto. Eran restos de alquitrán mal revestidos[59] entre los tablones de la cubierta.
–Se ha recuperado, señor –dijo uno de los espectadores, el que tenía una cara pecosa.
–Sí, se ha recuperado –confirmó el de la barba rubia–. Ahora vete a
trabajar –le dijo al pecoso. Se giró otra vez hacia Messara–. Dime, ¿tu
barco se ha hundido?
–Seguro que se le ha hundido –contestó el pecoso desde su sitio. Luego preguntó–. ¿Eres un esclavo?
–No es un esclavo, idiota –contestó una voz autoritaria que provenía
de atrás–. Y tampoco es un pescador –Messara miró entre los hombres de
delante de él y consiguió ver, a la luz floja de las antorchas, un
rostro estremecedor encajado en un casco de oficial–. Está desnudo y
creo que no se le ha hundido ningún barco. Eso me lleva a pensar que es
un suicida que nadó hasta la alta mar desde la orilla. Probablemente es
un noble arruinado o un plebeyo con una buena situación económica que
por amor decidió acabar con su vida, solo que los dioses no han estado
de acuerdo –hizo una pequeña pausa y luego se dirigió al pecoso–. Se te
ha dicho que vayas a trabajar, ¿o es que no oyes bien?
–Me voy ahora mismo, señor –contestó éste y desapareció de la zona de la cubierta.
Messara no contestó, cerró los ojos y al ritmo de los golpes del
tambor que coordinaban los movimiento de los remeros intentó entender
qué querían de él los dioses al rechazar su muerte. Se sentía mareado y
de repente se pasó la mano ahuecada por la punta de la cabeza donde
encontró un chichón y sangre cuajada.
–Allí te ha golpeado un remero con la paleta. De esa manera te
encontramos y te pudimos salvar –habló el oficial justo a su lado–.
¿Quieres una túnica? –Messara siguió con los ojos cerrados y afirmó con
la cabeza lentamente–. Te dejaremos en la orilla al entrar en el puerto.
[1]Centurión
Pretoriano – Oficial de una centuria de ochenta pretorianos. La Guardia
Pretoriana fue una unidad militar formada por cohortes de legionarios
de élite llamados pretorianos. El motivo de la creación de la Guardia
Pretoriana fue la protección del emperador y de la familia imperial. En
el Imperio Romano, la Guardia Pretoriana tuvo casi siempre a dos
prefectos al mando.
[2]Secutor – Tipo de gladiador armado con un sable corto y un escudo rectangular.
[3]Atrio – Patio cubierto en un domus romano con una abertura central por la que entraba el agua de lluvia.
[4]Gladio
– Sable corto y recto de la infantería romana. El peso rondaba entre
1,1 o 1,7 kg. La medida completa (incluyendo el mango) era de 62 a 80
cm; la medida del filo estaba entre 40 y 54 cm. Tenía doble filo y la
punta corta y muy afilada. El mango podía estar hecho de madera, hueso o
marfil. De la palabra gladio deriva el término de gladiador.
[5]Tribuno militar – Comandante de un destacamento de infantería y caballería.
[6]Paso – (Lat. Passus). Medida de longitud romana. Equivale a 1,47 m.
[7]Pie – (Lat. Pes). Medida de longitud romana. Equivale a 0,29 m.
[8]Gladiador – Los gladiadores eran esclavos que luchaban en la arena con otros luchadores o contra animales salvajes.
[9]Lanista – Propietario o entrenador de una escuela de gladiadores.
[10]Legionario – Militar que formaba parte de una legión.
[11]Haterio Nepos – (Lat. T. Haterio Nepos) Fue procurador de la Armenia Maior durante el reinado de Trajano.
[12]Falerno – Vino de calidad superior, producido en Campania, en Italia. Muy apreciado en todo el Imperio.
[13]
Trajano – Marco Ulpio Trajano (lat. Marcus Ulpius Traianus) fue un
emperador de Roma que reinó entre los años 98 d.C. y 117 d.C.
[14]Antioquía – Capital de Siria en el período del Imperio Romano. Actualmente se encuentra en Turquía y se llama Antakieh.
[15]Legión – Gran unidad de táctica de la infantería, formada por cohortes y centurias.
[16]Orden ecuestre – Eran los caballeros, una clase social en el Imperio Romano. Eran la franja más baja entre los nobles.
[17]Saturnalia – Importante festividad romana que empieza el diecisiete de diciembre y finaliza el veintitrés del mismo mes.
[18]Sabina
– Vibia Sabina fue la hija de Salonina Matidia, sobrina del emperador
Trajano. Estuvo casada con Adriano. La pareja no tuvo hijos. Vivió con
aproximación entre los años 86 d.C. y 137 d.C.
[19]Adriano
– Publio Elio Trajano Adriano (lat. Publius Aelius Traianus Hadrianus)
vivió aproximadamente entre el año 76 d.C. y 136 d.C. Fue un emperador
romano que comenzó a gobernar en 117 d.C. y dejó el trono el año de su
muerte.
[20]Estola – Es un vestido característico de las mujeres. Se llevaba sobre la túnica interior.
[21]Lucerna – Utensilio de cerámica o bronce con una mecha que servía para alumbrar. Como combustible se utilizaba el aceite.
[22]Palla – Chal que se colocaba sobre las prendas exteriores, como la estola; utilizado por mujeres.
[23]Pugio – Era un puñal utilizado por los soldados. La longitud se aproximaba a los 24 cm y medía 5 cm de ancho.
[24]Carótida – Cada una de las arterias principales situadas en el cuello.
[25]Litera (Palanquín) – Asiento o cama portable cubierta, cargada por esclavos.
[26]Destacamento militar – Fracción de tropa militar, más o menos numerosa.
[27]Decurión – Comandaba un grupo de 30 jinetes.
[28]Teatro
Marcelo – (Lat. Marcellus) Es un teatro edificado en la Antigua Roma.
Promovido por Julio César y acabado por Augusto entre los años 13 a.C. y
11 a.C. Éste último se lo dedicó a su sobrino Marco Claudio Marcelo,
muerto prematuramente.
[29]Vespasiano
– Tito Flavio Sabino Vespasiano (lat. Titus Flavius Vespasianus) vivió
entre los años 9 d.C. – 79 d.C. Fue un emperador romano que gobernó
desde el año 69 d.C. hasta su muerte.
[30]Tíber – (Lat. Tiberis) El río Tíber es el tercer río más largo de Italia con una longitud de 405 km. En su recorrido también pasa por Roma. Actualmente se llama Tevere.
[31]Poción – Medicamento en forma líquida que se bebe.
[32]Codo – (Lat. Cubitus). El codo es una unidad de medida de la distancia equivalente a 0,44 m utilizada en el Imperio Romano.
[33]Travertino – Roca sedimentaria que es utilizada como piedra en la construcción.
[34]Cohorte Urbana – Unidades de élite creadas por Augusto y utilizadas en Roma para proteger a los ciudadanos de las infracciones.
[35]Medusa
– En la mitología griega era una de las tres Gorgonas. Su cabello
estaba formado por serpientes y su mirada convertía en piedra a los
mundanos. Fue asesinada por Perseo.
[36]Curia – Era el lugar donde se reunía el Senado.
[37]Domus – Era la palabra latina que hacía referencia a la casa romana de un cierto nivel económico.
[38]Palmo
– (Lat. Palmus). Unidad de medida de longitud. Se medía con el ancho de
la palma de la mano, lo equivalente a cuatro dedos o 7, 4 cm.
[39]Liberto – Un esclavo al que se le ha concedido la libertad.
[40]Abrazadera – Pieza metálica en forma de U que ayuda a combinar dos componentes.
[41]Castra Pretoriana – Campamento de la Guardia Pretoriana situado en Roma.
[42]Publilio Celso – (Lat. Lucius Publilio Celso) Senador y cónsul en el Imperio Romano durante el reinado del emperador Trajano.
[43]Optio
– En el ejército romano el optio era un oficial que se encargaba de
proporcionar toda la ayuda auxiliar al centurión de cada centuria. En el
caso de la caballería era el ayudante del decurión. En el ejército
moderno sería el equivalente a un sargento.
[44]Procurador
– Era un magistrado en el Imperio Romano que tenía un cargo relacionado
con la administración financiaria. Entre los siglos I y III un
Procurador Augusti podía tener el poder y el cargo de un gobernador de una provincia, teniendo a su disposición legiones.
[45]Armenia
Mayor – Se convirtió en protectorado de la Roma Antigua en el año 66
a.C. bajo el mandato de Pompeyo. En el año 114 d.C. el emperador Trajano
la anexó como provincia del Imperio Romano. En el año 118 d.C. el
emperador Adriano retiró las tropas y la administración.
[46]Tito
Flavio Domiciano – (Lat. Titus Flavius Domitianus) vivió entre los años
51 d.C. – 96 d.C. Fue un emperador romano del 81 d.C. hasta el 96 d.C.
[47]Tablilla
de cera – Es una tableta de madera cubierta con una capa de cera. Se
ligan dos, una cubriendo la otra. Fueron utilizadas como soporte de
escritura portable y reutilizable.
[48]Marte – (Lat. Mars). Fue el dios romano de la guerra.
[49]Termas – Baños públicos en el Imperio Romano.
[50]Toga
viril – (Lat. Toga Virilis). Era un tipo de toga que tenía un
significado particular en el Imperio Romano. La vestimenta significaba
el paso de la infancia a la adolescencia. Para los varones la
adolescencia comenzaba a los dieciséis años y duraba hasta los treinta,
después seguía la juventud hasta los cuarenta y cinco.
[51]Cohorte Auxiliar – Unidad militar compuesta por soldados que no eran ciudadanos romanos.
[52]Vindobona – Fue un castro romano en la orilla del Danubio. En la actualidad es la ciudad de Viena, capital de Austria.
[53]Ostia – Puerto en el Mar Tirreno en la antigüedad. Salida al Mar de los ciudadanos de Roma. Actualmente un barrio de Roma.
[54]Proserpina – Diosa de la vida, la muerte y el renacimiento en la Roma Antigua.
[55]Júpiter – Dios principal en la mitología romana que se ocupaba de las leyes y la orden social.
[56]Ceres – Diosa de la tierra y la agricultura en la mitología romana.
[57]Libra – Unidad de medida de peso en el Imperio Romano. Una libra equivale a 0,327 kg.
[58]Libúrnica – Nave romana ligera de lucha o transporte con una sola fila de remos.
[59]Revestir – Cubrir con revestimiento (en este caso alquitrán).
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